"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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HABLANDO DEL REVÉS

HABLANDO DEL REVÉS © Jordi Sierra i Fabra 2010 Aquella noche, Roberto tenía muchas ganas de meterse en cama y leer. El libro lo había encontrado por la tarde, en casa de su abuelo. Por lo general, su abuelo era un hombre muy celoso de sus cosas. No dejaba que las tocase nadie, y menos él. Solía decirle: —Algún día todo será tuyo. Primero de tu padre, pero después tuyo. Por algo eres mi único nieto. Pero ahora… Ni hablar de tocar nada, ¿de acuerdo? Los niños parece que tengáis agujeros en los dedos. Roberto se miraba las manos. Sus dedos estaban perfectamente. ¿Agujeros? En fin, todos los mayores tenían cosas raras, y su abuelo era más que mayor, era… Por lo menos debía rondar ya los cien años. Cabello blanco, gafas, sordera, arrugas, bastón. La casa del abuelo era como un museo. Estaba llena de cosas interesantes. Y lo más interesante, la biblioteca. Debía tener todos los libros del mundo. Miles. Y a cual más viejo. Con lo que a Roberto le gustaba leer, aquello era un tesoro. Por desgracia su abuelo no le prestaba ninguno. Hasta aquella tarde. —Venga —le dijo—, puedes coger un libro, el que quieras. Será una prueba. Si lo devuelves de una pieza, te dejaré coger más, ¿de acuerdo? Se metió en la biblioteca, estuvo un rato leyendo los títulos, y cuando ya estaba casi seguro de llevarse una novela con muy buena pinta, había encontrado aquella pieza tan rara. Rarísima. “Manual del Perfecto Mago casual”. A Roberto le fascinaban las historias de cosas sobrenaturales, magos, elfos, fantasmas, pócimas, encantamientos, fantasía… Así que no lo dudó. Quería saber qué decía aquel libro de tapas negras y hojas de pergamino, probablemente más viejo incluso que su abuelo, que ya era decir. Empezó a leerlo nada más meterse en cama. El entusiasmo inicial pronto quedó un tanto menguado, porque allí lo único que había eran fórmulas imposibles para hacer hechizos extravagantes. “Cómo ponerse azul”, “Cómo hacer que le salga bigote al vecino”, “Cómo hacer que las hormigas ayuden”. ¿Para qué querría ponerse azul? Y la vecina, la señora Amalia, con bigote seguro que estaría espantosa. En cuanto a lo de las hormigas… Encima se necesitaban cosas que no se compraban precisamente en la tienda de la esquina: colas de lagarto, lenguas de sapo, uñas de tortuga y demás zarandanjas. Pasó las páginas echando un vistazo aquí y allá, hasta que de pronto se detuvo en una. La gracia del hechizo consistía en que lo único que se precisaba era formular un conjuro. —Para volverte del revés —leyó. ¿Del revés? Otra tontería. Sin embargo, sin darse cuenta, pronunció aquellas palabras en voz alta: —Si es luna llena, plena. Si es de noche, fantoche. Repite conmigo, que todo cambie en torno a tu ombligo. Si la oscuridad llega, no habrá ninguna pega. Ahora, ya, del revés todo va. Y se apagó la luz. Fue lo que más le chocó, que se apagara la luz. El conjuro decía que si la oscuridad llegaba… —¡A dormir! —tronó la voz de su madre desde la puerta dándole un tremendo susto por lo inesperado. —¡Pero…! —¡Ni una palabra! ¡Contigo es la única fórmula, apagarte la luz y se acabó, porque si espero que lo hagas tú! No tuvo más remedio que claudicar. Cerró el libro, lo dejó a un lado y se recostó en la cama. Bueno, no había pasado nada. Claro, ¿qué iba a pasar? Miró por la ventana, la noche, la luna llena… No supo cuando cerró los ojos y se durmió, pero tuvo que ser casi al momento, mientras su mente vagaba por entre sus fantasías, que solían ser siempre muchas. Por la mañana abrió los ojos en un plis-plas. El día era muy hermoso y saltó de la cama con buen ánimo. Pisó el libro de magia, lo recogió, sonrió como si se tratase de un cuento para niños y lo dejó en la mesita. Luego fue a tomar su ducha diaria, se vistió y fue a la cocina a desayunar. Su madre ya le tenía a punto el zumo de naranja y el tazón de cereales con leche. —Mamá hola, días buenos —dijo. Su madre le lanzó una mirada insidiosa. —¿Jugando de buena mañana? Roberto no la comprendió. Se sentó en la mesa y de dos tragos dejó vacío el vaso de naranjada. Se abalanzó sobre el tazón de cereales. —¡A ver si te va a hacer año! ¡No comas tan rápido! —Hambre tengo que es. —¡Quieres hacer el favor de hablar bien! Se encontró con una mirada sorprendida de su hijo. —Bien hablo ya. —¡Roberto! —¿Pasa qué? —¡Que hables bien te digo! —¿Hable que quieres como y? —¡Mira que no tengo el día yo para…! El rostro de Roberto era sincero, muy sincero. Su madre se dio cuenta de algo más. —¿Por qué te has puesto hoy la raya en el otro lado? —Siempre donde llevo la. —¡No hables del revés, caramba! Roberto se quedó helado de golpe. Ni siquiera se había dado cuenta. ¿O sí? Hablaba normal. Bueno, estaba seguro de que era así. Volvió la cabeza y se miró en el espejo. No sólo era la raya. También tenía la peca de su mejilla derecha en la izquierda. —¡Ay! —se estremeció. ¡El conjuro! ¡Había funcionado! ¡Su madre apagó la luz justo cuando lo pronunciaba, y había luna llena, y era de noche, y…! ¡Estaba del revés! Se levantó de la silla y fue corriendo a su habitación pasando del nuevo grito materno y de su refunfuñar sobre lo loco que estaba y lo gamberro que se volvía. Cogió el libro, buscó la página y leyó de nuevo el conjuro. No quedaba ninguna duda: ¡todo él se había puesto del revés! Por eso hablaba de atrás para adelante sin darse cuenta. —Remedios y antídotos, en el anexo final —leyó primero de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha, por si las moscas. Buscó el anexo más y más nervioso. Cuando localizó el remedio para su conjuro se atropelló, tuvo que parar y volver a empezar despacio. También estaba escrito del revés, claro. Se suponía que lo leían las personas conjuradas previamente. —La cura de este sortilegio es una de las más sencillas —contuvo la respiración—. A las 24 horas, de noche, y a la misma hora, hay que volver a leerlo del revés con la luz apagada, y abrirla al terminar sin más esperar. Una alegría: había solución, y era bastante rápida. Una tragedia: tendría que pasarse el día entero hablando del revés, ¡y encima con el examen de lengua de por medio! —¡Oh…! —gimio Roberto. —¿Se puede saber qué estás haciendo? —su madre apareció en la puerta de su cuarto—. ¡Vas a llegar tarde al colegio! Roberto no dijo nada. Le pasó el libro. Era inútil fingir que todo estaba en orden. Un día entero hablando del revés… Cuando ella acabó de leerlo, le lanzó una mirada de enfado. —¿Es una broma? —quiso saber. —No —se atrevió a menifestar él. —¡Si es que siempre has de estar metiéndote en líos, válgame el cielo! —le arreó un cachete en la coronilla—. ¿Y ahora qué? —Noche la llegue que esperar a, nada pues —se limitó a decir él—. Siento lo. Su madre levantó las dos manos y la cabeza mitad disgustada, mitad resignada a lo inevitable. Luego se fue sin dejar de protestar por la de cosas raras que hacía. Roberto no se atrevió a quedarse por allí, recogió la cartera y se fue al colegio lleno de aprensión. Lo primero que hizo fue confesarle al profesor de lengua su problema y asegurarle que no era una broma. —Correctamente escribir para, deja me si espejo un usar puedo. El profesor le permitió lo del espejo cuando pudo entenderle. Era la unica solución y así logró hacer el examen, aunque trabajando de lo lindo. Primero respondió tal cual, o sea del revés, y luego, con el espejo, lo copió otra vez del revés, en este caso, con la normalidad de los demás. En el resto de las clases, Roberto intentó pasar lo más desapercibido posible y evitar que le preguntaran cosas. Lo consiguió por los pelos, porque en timbre sonó cuando en matemáticas iban a pedirle que saliera al encerado. Y el profesor de matemáticas no era tan comprensible como el de lengua. Pero los compañeros que habían visto lo del espejo, a la hora del patio, le asaltaron a preguntas, y al saber su problema, entre risas, le asaetearon con frases tipo: —Venga, di algo. —Que diver, ¿no? —Vaya pasada. —A ver si puedes decir al revés “El cielo está enladrillado y el desenladrillador que lo desenladrille buen desenladrillador será”. Roberto no estaba para muchas gaitas. —¡Fantasmas de panda menuda! —les dio la espalda al no encontrar ninguna cooperación entre sus camaradas. —¡Raro! —le gritó uno. —¡Excentrico! —le espetó otro. —¡Siempre dando la nota! —se burló un tercero. Sólo Javier, su mejor amigo, le ofreció soporte moral. —A lo mejor, si no se te cura, puedes actuar en la tele. Roberto no quería actuar en la tele. Quería volver a ser normal, y hablar como los demás. Nunca se había sentido más diferente y poco integrado en la vida. El día fue un asco. Boca cerrada, precaución. Incluso cuando una señora le preguntó al ir a casa por la tarde: —Perdona, niño, ¿sabes cual es la calle del Boniato? Y él, que además de no saberlo, se quedó mudo, pasó por maleducado y tonto. La señora se fue protestando sobre los malos modales de los chicos de hoy. Al llegar a casa, Roberto se encontró con el mismo enfado de su madre. —¿Qué, todavía hablando del revés? —le preguntó brazos en jarras. Asintió con la cabeza. —¡Pues hala, haz lo deberes y a esperar a la noche! ¡Mira que tu padre te lo tiene dicho! ¡Y yo! ¡Si es que eres de los que abres todas las puertas cerradas y quieres saberlo todo y…! ¡No sé a quién has salido, hijo, porque lo que es a mí desde luego que no! ¡Seguro que te cambiaron en la cuna! Las horas del resto del día pasaron muy despacio. —¿Merienda la das me, mamá? —se le escapó ésta única frase. —¡Anda que como te quedes así pára siempre…! ¡Loca me vas a volver! Pero era su madre, y aunque siempre refunfuñaba, le dio la merienda, y hasta le pasó una mano por la cabeza. —La culpa es de tu abuelo. Otro que tal baila. Mira que dejarte ese libro. ¡A saber cuantas tonterías más tiene en esa casa tan vieja! Llegó la hora de la cena. Tuvieron que avisar a su padre. A él le dio por reír. —¿A ver, di algo? Como los del colegio. —¿Diga que quieres que y? —¡Anda, que bueno! —se echó a reír aún más—. Yo una vez me quedé mudo una semana, y lo pasé fatal. ¡Qué angustía! Pero esto es aún más ocurrente. ¿Qué más conjuros tiene ese libraco? —¡Federico! —gritó su mujer. No estaba el horno para bollos, así que se callaron. La cena transcurrió con normalidad. Roberto hablaba lo mínimo, y casi siempre empleando monosilabos para no liar más el tema: “Pan”, ¨Agua”, “Gracias”. Y eso que su padre trató de tirarle de la lengua. —Roberto, ¿qué hacen hoy por la tele? —decía. Y también—: ¿Por qué no me cuentas aquel chiste del otro día? Para chistes estaba él. No paraba de darle vueltas a la cabeza. ¿Y si no funcionaba el contrahechizo? ¿Y si hacía algo mal y pasaba otro día? ¿O se quedaba así para siempre porque el libro era viejo y a lo peor con los años…? Al aproximarse la hora, empezó a prenderse las palabras del revés, de memoria, porque según decía el anexo del manual tenía que pronunciarlas a oscuras, sin poder leerlas, y abrir la luz de golpe al terminar la última, exactamente igual que había hecho su madre la noche anterior. No le fue fácil memorizar todo aquello, porque era un galimatías, pero al final lo consiguió, aunque después, con los nervios, a lo peor… Una hora, media hora, quince minutos, cinco. —¿Seguro que quieres hacerlo solo? —insistió su madre poniéndose también más y más nerviosa por momentos. —Tranquila, sí. —La peca del otro lado no te queda mal, y la raya tampoco. Lo malo es lo del hablar —quiso animarle. Roberto se encerró en su habitación, repitiendo ya de memoria el conjuro del revés. Faltaba un minuto y apagó la luz. Sus padres se quedaron del otro lado. Contó hasta sesenta, uno por segundo, y por fin dijo en voz alta: —Va todo revés del, ya, ahora. Pega ninguna habrá no, llega oscuridad la si. Ombligo tu a torno en cambie todo que, conmigo repite. Fantoche, noche de es si. Plena, llena luna es si. Justo cuando conectó la luz, sucedió algo más. Su madre, impaciente, abrió la puerta de su habitación imprevistamente. —¿Ya? —preguntó ella. Un invisible viento pareció envolverles. Roberto ni se atrevía a hablar. —¡Va, di algo! —gritó la mujer. Lo intentó: —El cielo… está enladrillado —susurró—. El desenladrillador que lo desenladrille… buen desenladrillador… será. No sabía si lo había dicho bien. Miró a sus padres. —Curado —le palmeó él la espalda. Roberto se miró en el espejo. Le peca volvía a estar en su sitio. Y la raya. ¡Lo había conseguido! —¡Mal menos, vaya! —suspiró su madre. Se la quedaron mirando alucinados. —¿Qué? —entonaron padre e hijo al unísono. —Mal menos que, digo. La miraron aún más y más alucinados. —Revés del hablando seguirte fácil es no. Solucionado ha se que mal menos que digo —aclaró ella. No podía ser. Era una pesadilla. Aunque… ¡Había abierto la puerta justo al conectar él la luz! Sí, justo en ese instante. Así que… —¡Mamá! —gimió Roberto. —¡Catalina! —puso cara de dolor de estómago Federico. —¿Pasa qué? —no entendió nada ella. Roberto se precipitó sobre el libro de magia. Le daba en la nariz que no iba a ser nada fácil desembarazarse del dichoso hechizo. Pero nada, nada, nada fácil. —¿Otrebor? —volvió a hablar la mujer. ¡Y encima estaba diciendo también del revés cada palabra!

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